jueves, 31 de agosto de 2017

Snowpiercer: no me juzguen por el vagón



Por @Joaquin_Pereira

Alguna vez escribí que el peor asesino era la geografía porque marca tu destino desde el nacimiento… a menos que aprendas a volar sobre ella. ¿Es lo mismo nacer en una favela de Río de Janeiro, en uno de los barrios de París o en una de las calles de Nueva York?
En la película Snowpiercer (2013) –escrita por Kelly Masterson y dirigida por Bong Joon-ho-, los personajes tienen que lidiar también con la ubicación que les tocó en suerte. En este caso su mundo se reduce a los vagones de un tren cuyo único objetivo es seguir moviéndose indefinidamente para evitar morir ante el congelamiento del planeta. Dentro del mismo se desarrolla lo de siempre: diferentes clases sociales controladas por unos pocos. 
Snowpiercer es la primera de las cintas que veo dentro del reto de una semana de historias de ciencia ficción. Siguiendo su trama recuerdo los diferentes vagones que he abordado a lo largo de mi vida. Quien me viera sentado en ellos podría hacerse una idea errada de quién soy. No me juzguen por el vagón, el único que tiene el mapa de mi destino soy yo.
A continuación cuatro de los vagones que me ha tocado utilizar en mi viaje:

4to vagón: infierno

El Metro de Caracas ya no es el mismo de los años ochenta o noventa del siglo pasado cuyos vagones olían a caja de juguete nuevo. Ahora el polvo y el óxido carcomen sus entrañas. Llego a la estación de Plaza Venezuela y entre una multitud de desesperados me dirijo a la trasferencia que me llevará hasta la Rinconada. Allí abordo el tren hacia los Valles del Tuy, hacia el infierno.
Ya no hace falta guardar las formas, te dan un cuadrado de cartulina desgastada como tiquete improvisado para pasar a los andenes. La gente no camina, se abalanza sobre el tren cuando llega. 
Dentro huele a orines. Mientras el tren va atravesando círculos me distraigo viendo el paisaje pensando lo maravilloso que sería este viaje si no hiciera falta que los policías pasen entre los pasajeros buscando armas de fuego. Cuando la autoridad cambia de vagón comienza el mercado persa: 
“Refresca tu paladar Venezuela con los barriletes de coco-menta por sólo 100 bolívares. Sabes que no puedes comprar nada por este precio en la calle.” Café, toddy, chocolate, chupetas, mentol chino, perejil, lápices, tostones,… piernas de elefante, ciegos, locos, cojos, mancos, sordos,… 
Todo sea para visitar a mis queridas mascotas que tuve que poner en resguardo en un refugio en el infierno hace un año, luego que los dueños del monasterio donde vivíamos huyeron hacia España dejándome a la deriva en un país que se vino a pique.  

3er vagón: purgatorio

El sol no escatima su furia hoy. El aire es de plomo al salir del Metro de Caracas en la estación de la California. Pido un cigarro a uno de los infinitos buhoneros que sobreviven pegados de la sartén en un país cuya inflación es la mayor del mundo. “Chéster a 500, Belmont a 600”. Pido un Belmont. 
Debo visitar a mi madre que decidió jugar al olvido en medio de la mayor crisis que ha vivido Venezuela. Siempre dije que era muy lista. Para llegar a su casa debo pasar por el purgatorio: colas de más de 300 personas esperan la llegada de las camioneticas. 
Un autobús pirata se acerca a la multitud y comienza la estampida. Una señora es golpeada al intentar abordar la unidad. Esta vez casi no lo cuenta. No puedo soportar hacer una cola de más de 10 personas, así que termino viajando parado por 2000 bolívares. 
Cuando nos alejamos suenan los disparos. Por twitter me entero que un mototaxista fue asaltado recibiendo el impacto de una bala que lo atravesó golpeando también a su pasajera, una joven de 18 años que estudiaba administración. Ambos murieron.

2do vagón: limbo

A comienzos de los 90 del siglo pasado aprendí a hacer malabares en un circo español que fijó su carpa en Caracas algunos meses. Siempre significó la fantasía de la libertad que no podía permitirme: ¿qué dirían de un ingeniero de la Universidad Simón Bolívar que soñaba viajar por el mundo entre saltimbanquis?
El tren que abordé hacia Madrid luego de hacer el Camino de Santiago se detuvo 5 minutos en la estación Orense. Fue la única estación en que duró tanto. Yo sabía por qué ocurrió. Por años soñé con visitar esa ciudad, la ciudad de mi circo. Era la vida diciéndome “Te cumplí, te traje al sitio que tanto me pediste. Baja del tren, allí está tu libertad”.
Llegaste tarde vida. El dueño del circo hace años que murió y yo descubrí mi libertad entre libros. Las puertas por fin se cierran luego de un pitido. El tren continua el trayecto rumbo a Madrid.

1er vagón: ¿paraíso?

21 días estuve caminando feliz por el norte de España. 500 kilómetros desde Burgos a Santiago. La jornada anterior a la llegada a la catedral se me cayó la vieira que me identifica como peregrino rompiéndose en pequeños pedazos. 
Sé lo que significaba: tendría que enfrentarme nuevamente al mundo frío y despiadado de una sociedad de seres desconectados de sí mismos.  
Cuando el tren AVE que tomé en Santiago arriba a Madrid se supone que estarían esperándome las personas en quien confié mis maletas. Me siento en la sala de espera del terminal. Pasan las horas y no llegan. 
No hay depresión más desesperante que la que se vive en una ciudad perfecta como Madrid. Por lo menos en Caracas tenía la excusa del caos.