martes, 7 de agosto de 2018

The Last Painting: Trascendiendo el dolor con arte



Por @Joaquin_Pereira

Un pintor en un estado notablemente afectado toma dos ojos y los mezcla con la pintura de tu última obra. Puede sonar a spoiler pero no sé si este término incluye también a las primeras escenas de una película. Más aún si está construida al estilo Crónica de una muerte anunciada.  

Se trata de la cinta The Lost Painting, del director Cheng Hung-I (Taiwan, 2017). El cuerpo de una joven muerta aparece desnudo, cubierto con pintura blanca y sin ojos en el apartamento-taller de un joven pintor admirado por su talento. 

Durante 107 minutos el espectador irá descubriendo quién causó la muerte y porqué. Hay cuatro posibles sospechosos del supuesto crimen: el pintor, su amante bailarina, un joven político y el amigo travesti de la muerta. Hay que decir que este último personaje por muy poco se roba la atención de la historia, convirtiéndose casi en protagonista por su drama personal al no reconocerse en el cuerpo con el que nació.

Además del juego de espejo –típico en relaciones de pareja- que ocurre entre el escéptico pintor y la esperanzada activista, cuya convivencia va equilibrando ambas tendencias egóicas, la película nos muestra cómo podemos trascender la mierda del mundo si la transformamos en arte.

El pintor llega a rozar la locura después de vivir la experiencia de represión policial contra una protesta estudiantil. Su forma de digerir todo el horror fue mostrar las escenas que vivió en varias pinturas. Luego de ello, decide aislarse del mundo, quizá para no volver a sentir un dolor tan extremo. 

En eso aparece esta especie de Candy-Candy taiwanesa y lo acusa de cobarde por dejar de expresar con su arte los deseos de libertad de su generación al dedicarse a pintar aparentemente situaciones intrascendentes. 

Cuando descubrimos cómo murió la joven entendemos que el pintor no traicionó su don para transmutar el horror en arte sino que alcanzó un nivel superior al pasar de retratar la violencia callejera a mostrar las sutilezas del mal representadas en los siete pecados capitales.

Esos ojos que el pintor incluye en la mezcla de su pintura son una metáfora de lo que los escritores hacemos también cuando escribimos. Todo eso que nos carcome por dentro, incluso de forma inconsciente, cobra sentido en nuestra obra. 

Como una especie de terapia gestáltica, escribir ha significado para mí una forma de poder vivir en medio de situaciones extremadamente complejas y dolorosas. Así mismo a lo largo de estos años dictando una taller de escritura creativa he visto como los participantes muestran su dolor personal, así sea que aparentemente sólo están hablando de dragones o princesas.

En varias ocasiones a lo largo de mi vida me he sentido perdido o abrumado.  Únicamente cuando he logrado transmutar en un texto las emociones que se agitan dentro de mí es cuando he podido alcanzar nuevamente mi centro y volver a respirar en paz.

No entiendo cómo la gente “normal” puede soportar convivir con sus tragedias personales sin ahogarse en ellas. Comprendo que el uso de drogas, el sexo sin amor y los medios de distracción masiva permiten taponear el dolor de cierta manera pero ¿a costa de qué?: convirtiéndonos en esclavos.

Escribir, como la pintura en el caso del protagonista de The Last Painting, ha significado para mí la forma de plantarle cara al dolor, agarrar al Minotauro por los cuernos y sacarlo por fin del laberinto. Luego de pintar con palabras un texto en la hoja en blanco logro la distancia emocional que requiero para ver el rostro de ese monstruo interno que me acosaba y por fin abrazarlo. 

Luego de cada decepción con que el mundo me presenta “su realidad”, un texto, una historia que escribo, me vuelve a salvar. Un respiro hasta el próximo dolor.



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