martes, 10 de octubre de 2017

It comes at night: Esos crujidos habituales


Por @Joaquin_Pereira

Llega de nuevo ese carro negro. Debo apurarme. Tomo un mecatillo y amarro el pomo de la puerta para evitar que ese hombre pueda entrar y le haga nuevamente daño a mi madre. Se acerca y me dice que quite eso de allí. Lo hago inmediatamente. Nuevamente he fallado en cuidar mi casa. Sólo tengo 7 años.

§

Estoy acostado con fiebre en la cama de mi hermana. En la pared de tablas hay un agujero por donde veo salir una fila de hormigas. Me imagino que soy una de ellas y que puedo por fin escapar por esa abertura. Tengo 10 años.

§

Subo las escaleras que parten del patio de secado de la ropa y llego al techo del edificio. Me siento y observo el atardecer. Uno de los tantos que me han acompañado en mi adolescencia. Y vuelve la misma pregunta insistente que me atormenta: ¿Cuándo podré irme de aquí? ¿Qué me depara el futuro? Tengo 19 años.

§

El cuarto está helado. En las esquinas de las paredes la humedad ha provocado manchas verdosas. Estoy en la cama agotado por el viaje. Aunque me muero de frío no tengo fuerzas para levantarme y pedirles a mis primos alguna cobija. Sobre la peinadora veo algunas fotos del núcleo familiar. Momentos que no corresponden a mi vida. ¿Qué hago aquí? Tengo 37 años.

§

Lo observo desde la ventana trasera. Guinda a un muñeco del patio con una cuerda alrededor del cuello. Debajo de él pone varios gatitos de juguete. Listo el set para su foto procede a hacer la toma. Sé que la casa lo ahoga pero nunca pensé que pensara en el suicidio como opción. No sé cómo ayudarle. Tengo 43 años.

§

Al ver la película It Comes at Night (2017), escrita y dirigida por Trey Edward Shults, donde un núcleo familiar se resguarda dentro de su casa ante la amenaza de una especie de virus zombie, he recordado algunas de las casas donde he habitado a lo largo de mi vida. Incluyo unas pocas al inicio de este texto. Son escenas que conservo y que vuelven a mi mente insistentemente cuando pienso en esos techos que me cobijaron. 

Dentro de mí hay dos sentimientos contradictorios. Por un lado tengo la necesidad imperiosa de sentirme resguardado en un sitio al que llame hogar y por el otro requiero huir de unas paredes que a la larga llegan a asfixiarme.

Esos crujidos habituales. Esa sensación de que el tiempo no pasa. Termino por desear que ocurra una tragedia, un terremoto, una crisis política, una enfermedad terrible,… algo que me obligue a salir corriendo de un lugar cuya dinámica se repite día a día hasta el hartazgo.

En la película la llegada de un hombre trastoca la disciplina férrea que la familia ha tenido que adoptar para sobrevivir ante lo que se avizora como un apocalipsis planetario. En mi caso he deseado varias veces a lo largo de mi vida la llegada de alguna persona que me saque de una casa cuya rutina llega a ser torturante.

“Quedarse en casa enferma”, he escuchado varias veces decir a varias personas cuando se refieren a superar algún malestar físico. Invita a reanudar el trabajo o buscar alguna actividad que te saque de las cuatro paredes de tu hogar. Que te devuelva a la vida.

Pareciera que el ser humano fue creado para ser un viajero. Por alguna circunstancia tuvieron que resguardarse alguna vez en una cueva y a partir de allí inventaron el concepto de la casa. Aunque brinda una sensación de seguridad, algo dentro de nosotros nos presiona para seguir caminando, para seguir adelante. 

Somos ríos. Si nos quedamos mucho tiempo sin avanzar terminamos estancados y nos pudrimos. Es por eso que la costumbre de hacer una limpieza previa a la primavera o una quemada de objetos viejos en el verano nos aligera el ánimo. Es como si recordáramos que nuestro destino es caminar y que no debemos apegarnos a nada. 

Mientras el sitio donde descansamos de nuestra jornada diaria nos estimule y nos rete a crecer es sano permanecer allí. Pero cuando sentimos que hasta los crujidos de las paredes nos atormentan por su repetición cansina, ha llegado la hora de hacer maletas y buscar un nuevo lugar donde proyectar nuestra vida.

¿Recuerdas esos eventos que provocaron la mudanza de casa? Pudo ser irse a trabajar a otra ciudad o cuando tu pareja te “maleteó”. Toda tu vida entró en caos por un tiempo hasta que volviste a sentirte conectado nuevamente con la vida. Visto a la distancia estos eventos sirvieron para oxigenarte cuando comenzabas a sentirte asfixiado. Quizá el ahogo que sentimos algunas veces es la señal del cuerpo que nos indica que debemos hacer cambios radicales en nuestro entorno.

Aunque me gusta sentirme cómodo en el lugar al que llamo momentáneamente hogar he aprendido a conservar lista la mochila para salir fácilmente cuando las paredes comiencen a empequeñecerse mientras voy creciendo.

Somos caminantes. No nacimos para escondernos permanentemente en cuevas. Siempre hay un horizonte nuevo que alcanzar. En mi caso, la creación de un nuevo libro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario